Era una tarde gris y la niña Lluvia andaba descalza
por las mojadas calles de la ciudad.
Le encantaba notar el frescor en los pies al meterse en los charcos de un salto para salpicar bien fuerte. Le
encantaba que el agua la empapara mientras bailaba con la música que
producían las gotas al golpear los tejados. Le encantaba la humedad
que traía el cielo y el olor a limpieza cuando el agua se llevaba la
suciedad de la calles.
Pero eso era antes.
Porque ahora la niña Lluvia estaba triste.
Estaba triste porque a la gente no le gustaba que cayera agua del cielo. Triste de que todos se quejaran y corrieran a esconderse. Triste
porque las calles se quedaban vacías y nadie quería jugar con ella.
La niña Lluvia se sentía sola, muy sola.
Sola de caminar por las vacías y mojadas calles. Sola porque la gente no la miraba. SOLA.
Rompió a llorar pero nadie se dio cuenta. Las lágrimas
no se ven cuando cae tanta agua. Nadie la miró. Nadie se le acercó para ver
que le pasaba. No había nadie.
Entonces empezó a correr. A correr con toda su rabia.
Correr, correr y correr para alejar la tristeza.
Mientras la niña corría, el cielo parecía compartir su
pena pues lloraba con ella a su paso, como una madre que ve a su hija triste
pero no sabe cómo ayudarla.
Y corriendo y corriendo los edificios dieron paso a los
árboles. Las aceras dieron paso a los campos y los charcos dieron
paso a auténticos riachuelos.
Entonces paró de correr.
Y al pararse notó la sensación de la hierba mojada
bajo los pies y las cosquillas que le hacía al caminar. Escuchó la
música que las gotas hacían contra las hojas de los árboles. Hasta
su nariz llegó el olor a verde que traen los campos cuando son
regados por el cielo.
Sobrecogida por tantas sensaciones, extendió los brazos
para abrazar las gotas y bailar con ellas.
Entonces le llegó un extraño sonido. Algo que llevaba
mucho tiempo sin escuchar. Era el sonido de las risas.
Decidió acercarse a mirar quién se estaba riendo. Y
entonces vio a unas niñas y niños que jugaban empapados y no
paraban de reír.
-Bieeeen-, gritaban.
-No se secarán las cosechas-, decían.
Y tanta era su alegría que la niña Lluvia se acercó
sin darse cuenta.
Cuando los niños y las niñas la vieron, se quedaron
quietos sin parpadear. Todos quietos sin decir nada. Mirándola sin decir nada. Mojándose.
La niña Lluvia estaba incómoda, tenía ganas de correr,
de huir hasta el fin del mundo, de alejarse de todos. Pero entonces
estaría otra vez sola, SOLA. Y por nada del mundo quería volver a estar sola.
Ya no correría más.
-¿Puedo jugar?-, dijo al fin.
Entonces todas y todos se acercaron sonriendo. La cogieron de las manos y empezaron a jugar y bailar.
Las risas se mezclaban con la música de las gotas al caer sobre los campos.
Ya no estaría sola.
La niña Lluvia nunca más volvió a sentirse triste.
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