domingo, 18 de enero de 2015

Las aventuras de Ridinsminsqui: Comienzo (relato)

Se escabullía por corredores con el techo plagado de estrellas. Sus botas, a pesar de llevar cascabeles dorados y plateados, no hacían ningún ruido. Todo estaba en silencio. La Corte Púrpura dormía.

Era el momento propicio para hacerlo, pensó. Todo se había alborotado desde que el cielo se puso de 6 colores diferentes antes de volver a la normalidad y la magia se alterara. “El presagio del cielo” lo llamaban.

Los Consejeros y los Sabios discutían sin parar sobre el significado del augurio. Corrían rumores sobre una profecía de no sé qué oráculo. Tonterías. Él sabía lo que significaba. Los tiempos estaban cambiando. Era la oportunidad que siempre había esperado. Era el momento de ser un héroe. Un auténtico héroe.

Mientras se acercaba a su destino, el corazón se le aceleraba. Tanto por la emoción como por el temor a fracasar o que le pillaran antes de haber acabado.

Dobló la esquina y allí se encontraba la puerta. En realidad no era tal, solamente una arcada con marco plagado de símbolos arcanos grabados en él.

Se tensó y se acercó poco a poco. Estaba listo.

En lo alto del marco se abrió un ojo púrpura. Un ojo que lo miró de arriba a abajo y que no le dejaría penetrar en la estancia que custodiaba. El ojo del umbral solo dejaba pasar a su maestro. Nadie más podía entrar si el ojo lo estaba mirando.

Se descolgó el saco que llevaba a la espalda, lo puso en el suelo y lo abrió. Decenas de mariposas cuidadosamente capturadas una a una, salieron volando. El ojo pareció volverse loco intentando seguir el vuelo de cada una de las mariposas. Moviéndose con mucho cuidado fue acercándose al marco  y entró.

El techo estrellado dió paso a unas nubes tormentosas que retumbaban. El estudio estaba repleto de montones de libros, pergaminos y cachivaches de lo más extraño. Sabía lo que buscaba, pero no sabía donde se encontraba. Encendió una vela para ver mejor bajo los relámpagos y poder buscar más rápido.

Al cabo de un rato lo encontró. En un rincón olvidado, bajo un paño polvoriento estaba el estuche. Lo cogió y observó que estaba primorosamente tallado en forma de hojas de abedul.

La emoción hizo resonar los cascabeles de sus prendas. Sobrecogido por el repentino ruido, miró alrededor con la certeza de que había despertado a toda la Corte. Al ver que no era así, suspiró y dejó el estuche en una mesita cercana. Lo estudió detenidamente y vió la pequeña cerradura que protegía su contenido.

Estuvo tentado de cantar una palabra mágica y que se abriera, pero se contuvo. ¿ Acaso no estaba en el estudio del Mago Cantor de la Corte?. No era prudente, seguro que había protecciones. A los duendes les encantaba “proteger” sus cosas. Lo sabía porque él era uno de ellos. Lo mejor era actuar como no lo haría un duende. Nada de magia.

Rebuscó en uno de sus bolsillos y extrajo un pequeño alambre. Empezó a darle la forma adecuada y lo introdujo en la pequeña cerradura. Fue una ardua batalla que libró con media lengua fuera por un lado de la boca.

De repente se quedó quieto mientras sus puntiagudas orejas intentaban percibir algún sonido que no fuera el constante retumbar de los truenos del techo. Al no escuchar nada extraño, reanudó sus esfuerzos contra la maldita cerradura como si de una lucha contra un dragón se tratara.

Al fin venció y el estuche se abrió con un ligero chasquido.

Con dedos temblorosos levantó la tapa para revelar su contenido.

Descansaba sobre terciopelo verde como una yegua lo haría sobre la hierba.

La luz de los relámpagos despedían destellos plateados mientras la vela la hacia refulgir con un brillo dorado.

Allí tenía un aguja. Un arma empleada por los duendes que servía tanto para apuñalar como para lanzar y que razas más toscas confundían con una varita de hada.

Pobres lerdos. Los duendes no utilizaban varitas.

Pero ésta no era una aguja corriente. Era Pinchacosasfeas. Una reliquia de las Guerras Troll que se había forjado una leyenda propia al pasar por las manos del Danzarín Dormido. Un gran héroe de su pueblo.

Con gran reverencia envolvió el arma con el trapo polvoriento que cubría el estuche y se la guardó en su zurrón. Cerró el estuche y lo volvió a poner en su sitio. De esa manera el Cantor tardaría mucho tiempo en darse cuenta de lo sucedido.

Al salir de la estancia, el techo clareaba con la luz del amanecer. El ojo aún estaba mirando mariposas y no le prestó atención. Debía darse prisa si quería conseguirlo.

Avanzó raudo por los corredores hasta pasar bajo el lago. Los peces lo miraban desde lo alto con curiosidad pero él no les prestó la más mínima atención.

Por fin llegó donde quería. El pasillo acababa en una gruesa pared de madera.

Alargó la mano hasta tocarla y del centro de esta apareció un pomo. Lo giró y delante de él se dibujaron las líneas de una puerta. Nadie esperaría que se fuera por la Puerta del Roble. Al abrirla el frescor previo al amanecer removió su travieso cabello.

Miró el cielo, no un techo que lo imitara. El verdadero cielo.

Una sonrisa se perfiló en su rostro. Dio  un par de palmadas a su zurrón y salió al mundo.

Miles de aventuras lo esperaban en Ulmor. Y solo acababan de empezar.

Detrás de él una puerta desapareció en el tronco de un roble centenario.


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