Se escabullía
por corredores con el techo plagado de estrellas. Sus botas, a pesar
de llevar cascabeles dorados y plateados, no hacían ningún ruido.
Todo estaba en silencio. La Corte Púrpura dormía.
Era el momento
propicio para hacerlo, pensó. Todo se había alborotado desde que el
cielo se puso de 6 colores diferentes antes de volver a la normalidad
y la magia se alterara. “El presagio del cielo” lo llamaban.
Los Consejeros
y los Sabios discutían sin parar sobre el significado del augurio.
Corrían rumores sobre una profecía de no sé qué oráculo.
Tonterías. Él sabía lo que significaba. Los tiempos estaban
cambiando. Era la oportunidad que siempre había esperado. Era el
momento de ser un héroe. Un auténtico héroe.
Mientras se
acercaba a su destino, el corazón se le aceleraba. Tanto por la
emoción como por el temor a fracasar o que le pillaran antes de
haber acabado.
Dobló la
esquina y allí se encontraba la puerta. En realidad no era tal,
solamente una arcada con marco plagado de símbolos arcanos grabados
en él.
Se tensó y se
acercó poco a poco. Estaba listo.
En lo alto del
marco se abrió un ojo púrpura. Un ojo que lo miró de arriba a
abajo y que no le dejaría penetrar en la estancia que custodiaba. El ojo del umbral solo
dejaba pasar a su maestro. Nadie más podía entrar si el ojo lo
estaba mirando.
Se descolgó el
saco que llevaba a la espalda, lo puso en el suelo y lo abrió.
Decenas de mariposas cuidadosamente capturadas una a una, salieron
volando. El ojo pareció volverse loco intentando seguir el vuelo de
cada una de las mariposas. Moviéndose con mucho cuidado fue
acercándose al marco y entró.
El techo
estrellado dió paso a unas nubes tormentosas que retumbaban. El estudio estaba
repleto de montones de libros, pergaminos y cachivaches de lo más
extraño. Sabía lo que buscaba, pero no sabía donde se encontraba.
Encendió una vela para ver mejor bajo los relámpagos
y poder buscar más rápido.
Al cabo de un
rato lo encontró. En un rincón olvidado, bajo un paño
polvoriento estaba el estuche. Lo cogió y observó que estaba
primorosamente tallado en forma de hojas de abedul.
La emoción
hizo resonar los cascabeles de sus prendas. Sobrecogido por el
repentino ruido, miró alrededor con la certeza de que había
despertado a toda la Corte. Al ver que no era así, suspiró y dejó el
estuche en una mesita cercana. Lo estudió detenidamente y vió la
pequeña cerradura que protegía su contenido.
Estuvo tentado
de cantar una palabra mágica y que se abriera, pero se contuvo. ¿
Acaso no estaba en el estudio del Mago Cantor de la Corte?. No era
prudente, seguro que había protecciones. A los duendes les encantaba
“proteger” sus cosas. Lo sabía porque él era uno de ellos. Lo
mejor era actuar como no lo haría un duende. Nada de magia.
Rebuscó en uno
de sus bolsillos y extrajo un pequeño alambre. Empezó a darle la
forma adecuada y lo introdujo en la pequeña cerradura. Fue una ardua
batalla que libró con media lengua fuera por un lado de la boca.
De repente se
quedó quieto mientras sus puntiagudas orejas intentaban percibir
algún sonido que no fuera el constante retumbar de los truenos del
techo. Al no escuchar nada extraño, reanudó sus esfuerzos contra la
maldita cerradura como si de una lucha contra un dragón se tratara.
Al fin venció
y el estuche se abrió con un ligero chasquido.
Con dedos
temblorosos levantó la tapa para revelar su contenido.
Descansaba
sobre terciopelo verde como una yegua lo haría sobre la hierba.
La luz de los
relámpagos despedían destellos plateados mientras la vela la hacia
refulgir con un brillo dorado.
Allí tenía un
aguja. Un arma empleada por los duendes que servía tanto para
apuñalar como para lanzar y que razas más toscas confundían con
una varita de hada.
Pobres lerdos.
Los duendes no utilizaban varitas.
Pero ésta no
era una aguja corriente. Era Pinchacosasfeas. Una reliquia de las
Guerras Troll que se había forjado una leyenda propia al pasar por
las manos del Danzarín Dormido. Un gran héroe de su pueblo.
Con gran
reverencia envolvió el arma con el trapo polvoriento que cubría el
estuche y se la guardó en su zurrón. Cerró el estuche y lo volvió
a poner en su sitio. De esa manera el Cantor tardaría mucho tiempo en
darse cuenta de lo sucedido.
Al salir de la
estancia, el techo clareaba con la luz del amanecer. El ojo aún
estaba mirando mariposas y no le prestó atención. Debía
darse prisa si quería conseguirlo.
Avanzó raudo
por los corredores hasta pasar bajo el lago. Los peces lo miraban
desde lo alto con curiosidad pero él no les prestó la más mínima
atención.
Por fin llegó
donde quería. El pasillo acababa en una gruesa pared de madera.
Alargó la mano
hasta tocarla y del centro de esta apareció un pomo. Lo giró y
delante de él se dibujaron las líneas de una puerta. Nadie
esperaría que se fuera por la Puerta del Roble. Al abrirla el
frescor previo al amanecer removió su travieso cabello.
Miró el cielo,
no un techo que lo imitara. El verdadero cielo.
Una sonrisa se
perfiló en su rostro. Dio un par de palmadas a su zurrón y salió al
mundo.
Miles de
aventuras lo esperaban en Ulmor. Y solo acababan de empezar.
Detrás de él
una puerta desapareció en el tronco de un roble centenario.
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